“Por qué no yo?”

“Por qué no yo?”

“Por qué no yo?”

Conocí la envidia que siempre habitó en mí.

No una que me hiciera desear el mal, sino una que me envenenaba constantemente por no ser la mejor. Una que me hacía comparar todo lo que soy, lo que hago y lo que tengo.
Morí noventa y nueve veces envenenada y noventa y nueve veces quise renacer perfecta. La enfermedad me hizo salir en busca de un antídoto que nunca encontraría, pero en el viaje se me concedió la oportunidad de contemplar La Belleza. Ella se mostró ante mí tan simple y tan compleja, tan intensa y tan tranquila, tan grande y tan pequeña, y aún así, me atrajo como si poseyera la única fuerza gravitatoria del universo. La envidié porque podía ser imperfecta y aún así ser tan inmensa y preciosa. La envidia me condujo al miedo, el miedo me condujo al orgullo y el orgullo me condujo a la ira, y abandoné su presencia, dándole la espalda. Lloré mucho esa tarde por no haber tenido el valor para acercarme a ella. Lloré de arrepentimiento por no haber aprovechado más los segundos que estuve ante ella. Lloré por mi estupidez de querer ser perfecta cuando ni siquiera La Belleza lo lograba (y tampoco lo pretendía). Lloré por todas las vidas que pasé mirando hacia el lado equivocado, buscando en mí y en otros algo inexistente, y lloré de agradecimiento por estar viva sintiendo todo eso.
“Humanos, nacidos para cometer errores”. Para aceptar la imperfección, tuve que repetirme esa frase mil veces.

Antes de morir, en mi vida número cien, descubrí que cuando pude aceptarme así, dejé de envidiar. No se me permitió vivir en ese estado siempre, pero aquellos momentos en los que fui capaz de entenderlo, me permitieron amar. Sonreí, cerré los ojos y entonces La Belleza vino a mí y me abrazó hasta que florecí y finalmente fui parte de ella.